“Milanesas, pascualina, buñuelos, sándwiches de miga, revuelto Gramajo…”, enumera Florencia Dragovetsky, cocinera al frente del bar notable Los Galgos, como quien repasa un inventario emocional de la cocina porteña. Son platos que no necesitan presentación: están impresos en nuestra memoria colectiva, sabores heredados que se transmiten como un bien familiar. Reinterpretarlos, dice, es también una forma de valorar quiénes somos y cómo fuimos construyendo nuestra manera de comer.

En sus recuerdos, Florencia vuelve a los platos húngaros y porteños que preparaba su mamá y a unas vacaciones en Uruguay que sellaron su destino como cocinera cuando tenía apenas 11 años. Fue allí donde probó, en el restaurante de Francis Mallmann, una sopa de perejil con tropezones de mollejas, un flechazo que la hizo enamorarse de la gastronomía. Se formó en el IAG, integró los equipos que transformaron Palermo en un polo gastronómico y, con los años, se consolidó como una de las voces clave para pensar qué es —y hacia dónde va— la cocina de esta ciudad.

En su carta, Florencia propone una mirada sensible, contemporánea y profundamente arraigada en lo porteño. Su propuesta no se queda en la nostalgia: lo que ofrece es una cocina viva, que dialoga con el presente y se reinventa todos los días.
¿Cómo describirías el ADN de la cocina porteña?
Creo que es una mezcla de muchas cosas. Nos apropiamos de recetas que trajeron los inmigrantes y las adaptamos a lo que teníamos a mano. El “al verdeo” es un ejemplo claro: originalmente venía del uso del puerro en la cocina francesa, pero acá era más fácil conseguir verdeo, y ese sabor se volvió nuestro. Pero no todo vino de afuera: también había pueblos originarios con sus propias recetas. Así se fue armando una cocina rioplatense con mucha personalidad. Muchas recetas que llegaron con los inmigrantes se transformaron con la abundancia que había acá. Eso no se detiene, la cocina porteña sigue evolucionando.
¿Lo abundante es una marca registrada?
Algo está cambiando, pero en muchos lugares se sigue sirviendo de forma muy abundante, muchas capas de sabor juntas, no se sabe qué estás comiendo. Creo que se empieza a valorar más la sutileza, el sabor del producto. Me parece que está bueno ese cambio.

¿La milanesa tiene futuro eterno en la cocina porteña?
¡Sí, sin dudas! Es noble, versátil, y le gusta a todo el mundo. Es una forma de cocinar carne —sea un corte más caro como el peceto o uno más económico como la bola de lomo— que es rápida y rica. En Los Galgos la hacemos frita en aceite de maní, que tiene un punto de humo alto y no aporta sabor. Compramos la pieza entera de carne, la cortamos a mano, la marinamos con una mezcla tradicional de huevo, mostaza, ajo, perejil, sal, pimienta y un poco de leche, y después la rebozamos por grisines rallados. Eso le da una textura distinta y absorbe menos aceite. La milanesa tiene mucho juego: es una receta clásica, pero con mucho margen para reinventarse y estar siempre vigente.
¿Por qué creés que ciertos platos tradicionales vuelven a ponerse de moda?
Porque son ricos, claro, pero también porque tienen un peso cultural muy fuerte. El vitel toné, por ejemplo, está re de moda ahora, lo ves en todos lados, más allá de las fiestas. Y el seso, que nosotros siempre reivindicamos en invierno —hacemos unos ravioles a la provenzal—, también aparece cíclicamente. Son platos que van y vienen, que cargan historias de colectividades, de familias. Y cada tanto alguien los resignifica, les da una nueva mirada y vuelven con fuerza.
¿Cuáles son los platos que no pueden salir nunca de la carta?

La pascualina, los buñuelos… aunque los vamos cambiando con las estaciones. Siempre hay acelga, pero también sumamos hojas de remolacha, borraja, achicoria, lo que esté en su mejor momento. La idea es mostrar producto de estación en un plato cotidiano, que todos reconocen. En invierno, por ejemplo, puede tener kale o brócoli.
Después están las milanesas, el matambre arrollado, los sándwiches de miga —que también van cambiando—, y el revuelto Gramajo, que hacemos con la receta original, con papas, jamón y huevo. Aunque también lo ofrecemos en una versión vegetariana, con hongos.
¿Desaprovechamos muchas hojas de vegetales?
Sí, totalmente. En general se tiran, cuando muchas veces tienen más sabor que el vegetal en sí. Las hojas de repollo se usan un poco más porque recuerdan a la acelga, pero las de brócoli, por ejemplo, suelen ir a la basura. Nosotros las usamos todas. Las cortamos en juliana y las cocinamos con aceite de oliva y un diente de ajo aplastado. Eso sí: les damos una cocción previa porque son más duras, pero no las hervimos. Si las hervís, todo el sabor se va con el agua.

Detrás de la carta de Los Galgos -el bar que en 2025 cumple 95 años de existencia- hay años de investigación sobre recetarios antiguos y contemporáneos, costumbres de colectividades y sabores que se volvieron nuestros. Ese trabajo quedó plasmado en el libro Cocina Porteña. 170 recetas del bar notable de Buenos Aires Los Galgos.
¿Cómo fue participar de ese proceso de investigación?
Fue un trabajo hermoso, muy completo. Nos enfocamos en recuperar cómo se cocinaba en Buenos Aires antiguamente y cómo volcar eso al presente. Las primeras recetas que encontrábamos llevaban cantidades enormes de manteca o crema de leche, por ejemplo, y ahí empezaba el desafío: ¿cómo las actualizamos sin perder su esencia?
También buscamos rescatar ingredientes que hoy están bastante relegados en las cocinas profesionales, como el alcaucil. Son productos que requieren trabajo, sí, pero que valen la pena volver a disfrutar.

¿Cómo se refleja en la carta el dinamismo de una ciudad como Buenos Aires?
Estamos muy atentos a los productos nuevos, a lo que aparece en las verdulerías, a los cambios en los hábitos. Por ejemplo, el cilantro antes no se conseguía tan fácil, y ahora está en todos lados. Lo mismo con los picantes. Hoy ves jalapeños, rocotos, ajíes de todo tipo. Hace algunos años nadie sabía qué era un ceviche y hoy hay gente que distingue entre uno peruano y uno nikkei. Todo eso entra en la carta, porque la ciudad está viva, y la cocina también.
¿Por qué pensás que hasta hace poco no se valoraba tanto la cocina porteña?
Creo que pasó como con muchas otras cosas: sufrió un deterioro en la calidad. Mirá la medialuna, por ejemplo, un clásico de nuestros cafés. Durante mucho tiempo se hizo con margarina en lugar de manteca para abaratar costos. También se perdió la trazabilidad: se usaba la misma harina para hacer pan, pastas y facturas. Todo eso afecta la calidad. Cada receta tiene sus ingredientes y su lógica. Si todo se estandariza, perdemos parte de nuestra identidad.
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