Las bebidas y sus recipientes cristalinos tienen una larga historia común que llega hasta nuestros días de manera más bien simplificada.
Hasta hace pocos años, las familias atesoraban en su cristalero un juego de copas completo que cuidaban como oro. Copas, copitas y copones, doce piezas por cada diseño, sea para vino tinto o vino blanco, sea para agua, espumantes o licor, las había talladas, de colores, con filetes plateados o dorados, estas pequeñas piezas formaban parte de la colección familiar. El juego de copas más pequeño tenía 36 piezas y el más grande 72, y más también.
Todo eso ha quedado en el rincón de los recuerdos muertos y, más allá del valor emocional que cada uno pueda asignarle, se trataba de una tradición elegante pero más bien incómoda que pretendía emular las costumbres monárquicas posmedievales.
En la actualidad la cuestión se ha puesto más sencilla, tanto por la variedad como por la cantidad y la calidad del material. Por un lado, la copa de agua puede ser la misma que la de vino blanco, y la de vino tinto lo mismo que para el agua (y aquí es donde los puristas gritan “¡sacrilegio!”).
Y es que el tiempo cambia las costumbres. Sin ir más lejos, la copa flauta mega top empleada para servir los espumantes durante los últimos treinta años se usa cada vez menos y comienza a revalorizarse la copa champañera o “seno de María Antonieta”, de boca ancha y cáliz poco profundo, que fue furor hasta los años ochenta del siglo XX.
Por otro lado, la cuestión se ha sofisticado: ya no existen solo dos tipos de copa para estilos de vino como el Borgoña o el Burdeos, sino que se han multiplicado con el desarrollo de nuevos diseños para apreciar mejor las diferentes cualidades organolépticas de los cepajes, algo que supo imponer con éxito la marca Riedel con el auge de los varietales.
Pero, ¿cuándo comenzó la hermandad entre las bebidas alcohólicas y el vidrio? ¿En qué momento irrumpe el cristal? Y, sobre todo, ¿qué tanto puede cambiar la experiencia organoléptica si se bebe con un vaso de vidrio o una copa de cristal?
El vidrio y el cristal: de Murano a Bohemia
La relación de la humanidad con la elaboración del vidrio tiene algunos milenios de antigüedad, pero la producción de vasos, copas y botellas es más bien una cuestión moderna.
El vidrio existe en la naturaleza en forma de obsidiana y su contraparte artificial, creada por el hombre, se obtiene tras fundir una mezcla de arena (sílice, sodio y caliza) a 1500°C. Se cree que este procedimiento fue inventado por los fenicios, si bien lo desarrollaron los egipcios y lo perfeccionaron los romanos.
Su evolución comienza con la Revolución Industrial, cuando los vidrieros ingleses lograron producir vidrios más gruesos y resistentes para la fabricación de botellas y descubrieron el vidrio plomado, destaca el Larousse Gastronomique.
Fue entonces que el vidrio alcanzó un estadio superior: el cristal, que se obtiene fundiendo la misma mezcla de arenas con el agregado de óxido de plomo, un elemento altamente contaminante.
El cristal resulta así más liviano y delicado, es moldeable, tiene una sonoridad clara cuando es delgado y, valga la redundancia, es más cristalino que el vidrio, por lo que es ideal para apreciar y degustar bebidas con alcohol.
“Los mejores vasos son los que permiten mejor degustación y apreciación de las calidades del vino, siendo para la mayoría ideal la copa cónica; para el Borgoña, más ancha que para el Burdeos, y en general más ancha para los tintos que para los blancos”, se lee en El gran libro del vino de Carlos Delgado (1985), un clásico que sigue vigente más allá de las nuevas caracterizaciones y diseños para cada cepaje particular.
En cuanto al vino, los grandes copones para degustarlos irrumpieron a finales del siglo XX, y su casi medio litro de capacidad resulta una grosería comparada con una copa de vino del año 1700, de acuerdo con un estudio de la Universidad de Cambridge publicado en la revista científica British Medical Journal.
Y es que el tamaño de las copas de vino creció desde una media de 66 ml en el siglo XVIII hasta los 449 ml de hoy en día; es decir, su capacidad de carga se multiplicó por seis.
La investigación indica que el aumento de la capacidad de las copas se aceleró en los años 90, cuando desde el mercado del vino californiano demandaron recipientes más grandes, fiel al estilo estadounidense. El resto, lo hizo la moda.
Las copas de cristal “cristalinas” y las copas de colores
Pero más allá de las modas hay una verdad irrefutable: las copas para degustar vinos deberían ser grandes y transparentes con el fin de “permitir observar el vino a través del cristal y al contraluz para apreciar si tiene impurezas o no”, afirma Jordi Sabaté, ingeniero técnico agroalimentario y periodista especializado.
“También nos permitirá apreciar la lágrima que deja al agitarlo, mayor cuanto más grado alcohólico tenga. Por otro lado el tallo nos permitirá coger la copa sin tocar con las manos -calientes- el cáliz por la parte del balón”, señala Sabaté
¿Y las copas de colores, entonces, ya no sirven? El tema es controvertido, todavía más cuanto que, ahora, se han vuelto a poner de moda. Ya lo dice Osiris Chierico en su libro Estragos: cuando se abandonaron los colores en las copas de cristal “nació la cristalería moderna”.
Y es que los cristales de colores tallados fueron los primeros en engalanar a las monarquías posmedievales, como lo hicieron los productos de Ludwig Moser, pionero de Bohemia, quien se destacó como el proveedor oficial de la cristalería del emperador Francisco José II, del sha de Persia y del rey Eduardo VII de Inglaterra, diferenciándose del colorido y artístico cristal de Murano por la técnica de corte en frío.
Entonces, los cristaleros diseñaron “copas excéntricas pretendidamente hermosas”, suelen criticar los expertos franceses, pero que ignoraban la naturaleza del líquido. Y aquí una salvedad: hasta hace tres décadas, las copas de vino blanco se hacían de color ámbar para ocultar el tono oxidado del líquido, en la era pretecnológica de la enología, cuando los blancos solían amarronarse con el tiempo.
“Es cierto que con una copa de color no podés apreciar el color del líquido, pero a mí me gustan, incluso con copas de colores y más chicas que los copones, he tenido muy buenas experiencias degustando grandes vinos”, dice Fabián Couto, crítico gastronómico.
“Con el aprendizaje y evolución de la sensibilidad de la degustación, los especialistas y los enólogos han desarrollado copas más aptas para la cata”, destacan los enciclopedistas franceses.
“Estas nuevas copas tienen un pie lo suficientemente alto como para hacer rodar el vino fácilmente y sin tener que calentarlo. La abertura es suficiente para que la nariz y la boca penetren y, al mismo tiempo, no demasiado ancha para que los aromas no se escapen. El borde de la copa es fino como una cáscara de huevo, para que el contacto con los labios sea lo más delicado posible”.
Qué tipo de copas hay que tener en casa
Ya se sabe, podés tener las copas que quieras en tu casa, e incluso podés tomar el vino en vaso; todavía más, dejando de lado el vino, también hay copas para degustar whisky, en forma de tulipán alargado; copitas para los distintos licores, copa de ajenjo, vasos, vasitos y copas para cerveza y para coctelería.
“Para mí, lo que no puede faltar en un bar o en una casa donde gusten beber son vasos cortos de whisky, también llamados old fashioned u on the rocks”, cuenta el cantinero Fede Cuco, autor del bestseller Bartender de entrecasa.
“También tenés que tener copas de vino grandes, que ahora se usan para los gin tonics y los spritzz, y después si te ponés más exigente deberías tener unas lindas copas de cocktail, tipo Martini, y unos chupitos o shots si te gustan esas cosas”.
Del cristal PbO 24% al K9
Las copas de cristal de alta calidad tienen un 24% de óxido de plomo en su composición, un elemento tóxico, y si bien se consideran inocuas para quienes beben de ellas (el autor no encontró literatura científica que se expidiera sobre el tema), sí en cambio son un problema a la hora del reciclaje.
De hecho, se recomienda no arrojar el cristal en los contenedores para vidrio: “No se puede introducir en un horno de fusión de envases restos de cristal que contengan óxido de plomo. De lo contrario, este compuesto acabará en las botellas o, lo que es aún peor, en las emisiones que salen de la chimenea”.
La industria ha ido bajando el porcentaje de plomo de cristal en detrimento de la calidad final; incluso un nuevo tipo de cristal ha irrumpido en el mercado de la mano de los cristaleros chinos, con resultados prometedores.
Se trata del cristal K9, cuyo vidrio tiene solo un 9% de óxido de plomo. Las copas o vasos elaborados con este cristal tienen una claridad óptica sorprendente y precios más accesibles que el cristal tradicional.
¿Habrán llegado para quedarse?
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