No sabía que iba a convertirse en precursora de la alimentación saludable en Buenos Aires cuando, a comienzos de los 90, se subía a un remis para traer verduras de las pocas quintas orgánicas en el conurbano y cocinaba para su familia y amigos. Tampoco imaginaba que ese impulso íntimo —darle a sus hijos una comida sin agroquímicos— terminaría convirtiéndose en BIO, el primer restaurante 100% orgánico del país.

En esos años, mientras la ciudad celebraba la pizza con champán y el sushi americano, muy pocos hablaban de ultraprocesados o se preguntaban qué había detrás de los productos que ofrecía el supermercado. Los vegetales no eran protagonistas: en general se servían como guarniciones. Papa, tomate, lechuga y poco más. Faltaba mucho para que lo plant based fuera tendencia.

Una amiga que vivía en Hawái le cambió la cabeza (y la vida): “me acuerdo que estaba de moda el jugo Tang y yo le decía que era buenísimo porque tenía vitamina C. Ella me decía que estaba loca por tomar eso y me acercó a los libros de Norman Walker, uno de los pioneros del raw food, y me enseñó a activar semillas y legumbres”, recuerda Claudia Carrara.
Lo que al principio parecía una excentricidad se convirtió en convicción. Y lo que nació como curiosidad, terminó en una historia que abrió un camino distinto en la cocina porteña. Con el tiempo, Claudia fue sumando saberes (“yo soy la reina de los cursos”, dice entre risas) y profundizó en distintas corrientes: Ayurveda, crudivorismo, veganismo, fermentos y más. “Todos me decían que estaba mal de la cabeza”, recuerda.

Hoy es ella quien dicta talleres, y su restaurante —que dirige junto a una de sus hijas— se transformó en un faro a la hora de mostrar que la comida natural puede ser rica y sorprendente. En ese recorrido también aprendió a fondo cómo funciona el sistema digestivo, cuánto influye en la salud física y emocional, y acumuló un arsenal de técnicas para aprovechar al máximo los nutrientes de granos, hojas, tallos, raíces y frutos.
En la biblioteca de su vida no faltan los grandes referentes de la alimentación saludable: Gabriel Cousens (Alimentación consciente), Sandor Katz (El arte de la fermentación) y Brian Clement (La Fuerza Vital), entre muchos otros. En Foodit, donde también compartirá sus conocimientos en una Masterclass con recetas sabrosas y fáciles, hablamos de todo su recorrido.

-Hoy mucha gente habla de inflamación y sigue dietas restrictivas: keto, sin gluten, sin azúcar. ¿Qué pensás de esas tendencias?
Entender qué necesita tu cuerpo es clave. Hoy hay muchísima información, aunque no siempre llega a todo el mundo. Lo que sí está claro es que los ultraprocesados no son alimentos: lo refinado, transgénico, lleno de azúcar y sal enferma. Algunos dicen que la alimentación orgánica no resuelve el hambre en el mundo. Mi respuesta es: con productos que enferman, tampoco.
-Tenés vocación docente. ¿Qué deberíamos aprender en términos de educación alimentaria?
Que llenarse la panza no es lo mismo que nutrirse. Cuando no hay nutrición suficiente, todo el cuerpo empieza a fallar: la digestión, el sistema inmune, la concentración. Y eso impacta en la vida entera. Muchos productos se hacen en serie, lejos de la materia prima natural. Hay que volver a lo básico.

-¿Qué pasa realmente cuando comemos?
No solo nutrimos el cuerpo: activamos un sistema de comunicación complejo. El intestino descompone y absorbe nutrientes, pero también produce hormonas y neurotransmisores, regula el sistema inmune y manda señales al cerebro. Por eso se lo llama nuestro “segundo cerebro”.
-¿Por qué es tan importante más allá de la digestión?
Porque funciona como filtro: decide qué entra y qué no entra al cuerpo. Si está sano, nos protege; si está dañado, permite el paso de toxinas o bacterias que generan inflamación y desequilibrio. Sentimos hinchazón, cansancio, infecciones frecuentes, ansiedad o cambios de humor.
-¿Cómo se conecta el sistema digestivo con las emociones?
El 90% de la serotonina se produce en el intestino, por eso cualquier alteración puede traducirse en ansiedad, depresión o insomnio. Azúcares, harinas y procesados en exceso, estrés crónico, antibióticos prolongados, falta de fibra, mal descanso y sedentarismo, todo eso altera el equilibrio y produce inflamación.
-¿Qué nos hace falta comprender respecto de la alimentación?
Que no somos solo lo que comemos, sino cómo, cuándo y en qué estado emocional. Comprender esa conexión ayuda a sostener hábitos desde un lugar real de cuidado. Una persona inflamada no puede decidir bien. Es parecido al alcohol: alguien intoxicado no está en condiciones de tomar decisiones claras. El exceso de azúcar y harinas produce un estado similar, aunque culturalmente sea más aceptado. Puede sonar radical, pero lo veo todo el tiempo.
-¿Cuál sería tu primer tip práctico?
Tener en casa alimentos aptos y variados. Si lo único que hay es una galletita, eso vas a comer. Yo, por ejemplo, hago una docena de manzanas al horno, algo que aprendí de la macrobiótica. Cuando llego con hambre, tengo algo saciante y saludable. Ayer hice peras al horno y hoy las combiné con yogur de almendras y ciruelas.
-¿Otros ejemplos?
Cocinar papas, batatas o zapallo y dejarlos enfriar antes de comer (incluso los podés recalentar): así los almidones se vuelven más resistentes y el índice glucémico baja. Desayunar con proteínas y grasas, como huevo y palta, ayuda a evitar picos de glucemia. Elegir harinas integrales, legumbres frescas, respetar los tiempos de cocción (si comés arroz crudo, por más que sea orgánico te va a caer mal) y activar semillas o frutos secos remojándolos para eliminar antinutrientes. Son tips fáciles de aplicar.
-¿Y si no conseguimos vegetales orgánicos?
Suelo remojar los vegetales en agua con vinagre blanco o un poco de bicarbonato, que es bactericida, y enjuagarlos bien. Ayuda, aunque nunca reemplaza lo orgánico.
-¿Cómo surgió tu interés por la cocina?
Mi mamá cocinaba muy bien y yo siempre la acompañaba. Me fascinaba ver cómo trabajaba sobre la mesada de mármol y meter el dedo para probar. Vengo de una familia muy carnívora, pero a mí la carne nunca me gustó, me costaba tragarla. Arranqué con BIO de manera tangencial: primero distribuía productos orgánicos —yerba, aceite de oliva, miel de Córdoba— y después empecé a cocinar lo que me quedaba. En 2002 abrí con tres mesas y de a poco fuimos logrando muchas cosas, como la certificación orgánica, que fue la primera para un restaurante en Argentina. A los 28 me enfermé de pielonefritis, un problema renal, y tuve que dejar la carne. Durante años fui muy estricta, vegana incluso. Hoy soy más flexible: consumo huevos y ghee, porque mi cuerpo lo necesita.

-En ese camino te convertiste en divulgadora de los vegetales de estación, cuando la carne era la protagonista. ¿Cómo fue ese proceso?
Fue una construcción. Teníamos clientes que en invierno se enojaban porque no había tomate. Había que explicar, proponer preguntas, compartir lo que íbamos aprendiendo. También surgían otros debates, como si un alimento orgánico que viaja miles de kilómetros realmente es tan sustentable. Para mí lo mejor es lo local, lo que tenés cerca o incluso lo que podés cultivar. Aunque en las grandes ciudades no siempre es posible.
-¿Es un límite ser muy purista?
Sí. Yo lo fui, y aprendí que no siempre se puede. Vivimos en una ciudad enorme, atravesada por el estrés. Creo que lo más importante es incorporar hábitos y cocinar lo que comemos. No se trata de extremos, sino de conciencia.
-¿Por qué es importante cocinar?
Porque cocinar es compartir. Si compartís con tus hijos, ellos aprenden a probar de todo. La educación alimentaria empieza en casa.
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